Creación propia#13: Traición (relato)

Nota de la autora: El siguiente relato fue publicado el 27 de noviembre de 2019 en Steemit. Forma parte de la serie de relatos «Cuentos de Minamorta».


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Julián «El Pacheco» Castro sintió cómo la sangre se escurría por sus mejillas. Con la respiración agitada, levantó levemente la mirada. Sus ojos reflejaron la confusión, el horror, la rabia, la indignación… El arrepentimiento.

¡Había sido un estúpido!, ¡un necio!, ¡un idiota! Tenía razón, ¡y cuánta!, su mejor amigo aquél día: Era prudente retirarse, madurar, hacerse de un trabajo formal por el bien de su familia, más cuando aquella maldita ley había entrado en vigor hace unas horas. Pero a él le importó una mierda. A él lo que le movía era el dinero fácil que daba el gobierno para asistir a las protestas pacíficas y violentarlas; dinero que podía gastar en alcohol, droga y amantes.

Ahora, en el presente, con las manos atadas en la espalda, contemplaba los cuerpos inertes de su madre y de su padre atravesados con una estaca y levantados a las orillas de la plaza central. Cuerpos abiertos, con los órganos expuestos; con los ojos llenos de horror absoluto. A los pies de las grotescas estacas se encontraba otro cadáver, envuelto en una sábana blanca y con una rosa roja encima. 

No, no quería pensarlo. No quería aceptarlo. ¡No, ella no! 

Una niña… ¡Una inocente niña que apenas estaba acechando a la vida! Su hermana pequeña, estudiante de secundaria; la de las buenas calificaciones, la que se desgastaba los ojos por las noches leyendo aquellos libros que él consideraba inútiles, la que ayudaba a su madre en los enseres domésticos. Una niña buena que tenía un futuro más prometedor que él, un vago drogadicto que solo busca el dinero fácil.

Una vida destruida por su pereza y necedad. 

«Julián Alejandro Pacheco Alvarado», escuchó que dijera una voz masculina, «se te acusa formalmente de alta traición a la Nación, de desestabilizar protestas pacíficas, robo a mano armada, violación y asesinato de adultos y niños…».

«¡Mentira!», exclamó. «¡Mentira! ¡Yo no he cometido nada de eso!»

Un soldado que estaba detrás de él le clavó el cuchillo en una costilla. Julián añadió: «¡Asesinos!, ¡cobardes!, ¡criminales! ¡Ustedes no son jueces!»

Un puñetazo lo derribó al suelo. «¡Cállate, delincuente de mierda!», exclamó su agresor. «¡Bien machito para destrozar protestas pacíficas, pero maricón cuando ya te agarran en la movida! Ya ni tu hermanita era tan llorona; al menos ella aceptó que tenía que morir por el país».

«¡Ella era una niña, maldito animal!», gritó Julián. 

«Al menos alégrate de que no haya sido violada y torturada como tu madre, y de que no se le haya hecho el águila de sangre como a tu padre. Su muerte fue pacífica, sin dolor ni sufrimiento; así lo ordena la Ley Purga en lo que respecta a los familiares mayores de tres años y menores de quince», añadió otro hombre. 

Julián se volvió hacia el recién llegado, sorprendido. Las lágrimas amenazaban con salir de sus ojos; una sensación de decepción inundó su corazón. Palabras de odio y rabia se quedaron atrapadas en su garganta. 

Frente a él estaba su mejor amigo, su hermano del alma, aquél que le había dicho que algo andaba mal aquél día en que el gobierno los había contactado para «romper» una protesta más. Su ropa era negra de pies a cabeza; en sus manos portaba un arma de última generación.

«Tú sabías…», murmuró Julián, deshecho. «¡Tú sabías que era una trampa!»

Arnoldo Murrieta sacó del bolsillo de su camisa una caja de cigarros; con ironía, le dijo: «No lo tomes personal, Pacheco», dijo el hombre mientras llevaba un cigarro a la boca. «Tú y los cuates no querían hacer caso; se les había invitado a que dejaran esa cosa llamada «trabajo» y se buscaran uno de verdad. Pero optaron por continuar atrincherados en el campus, violentando a los estudiantes y causando disturbios. Lo lamento por sus familias, pero la ley es la ley; ellas lo comprendieron apenas derribamos la puerta».

«¡Maldito bastardo! ¡Hijo de puta! ¡Traidor!», exclamó Julián, con rabia.

Arnoldo rió y replicó: «Esas fueron las últimas palabras de tu madre mientras la violaba».

Julián hizo el ademán de levantarse, pero Arnoldo sacó su arma y, sin dudarlo, le disparó en la cabeza. Volviéndose hacia sus compañeros, les dijo: «Entierren a la hermana en el cementerio; dígane a González que oficie una misa por su alma. En cuanto a los demás… Que se queden aquí». 

Dicho eso, Arnoldo miró el cadáver de Julián, de aqLey Purgauél hombre entregado a sus vicios y a vivir la vida con intensidad; el infeliz pudo haber hecho caso y retirarse cuando pudo. Supongo que algunos prefieren vivir la vida como quieren, pensó mientras se retiraba del lugar.

 

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